24 de marzo de 2012

De linces y hongos

Desde los años setenta del siglo pasado, la biodiversidad y, más concretamente, determinados grupos taxonómicos (mamíferos y aves) se han alzado como iconos de los programas de conservación. En España, entre 2003 y 2007 se destinaron a estos grupos de especies más del 75 por ciento de los presupuestos de conservación, de los cuales, más del 50 por ciento se dedicó a unos pocos mamíferos y aves rapaces. De hecho, la decisión de conservar este número reducido de especies parece estar legitimada por la sociedad, cuyo interés por proteger la biodiversidad recae exclusivamente en la especies carismáticas.

Nuestra afinidad innata por determinados seres vivos viene determinada por factores emotivos como la proximidad filogenética de los mismos al ser humano o la semejanza física con nuestros recién nacidos. De manera que se acaban aplicando criterios irracionales en la conservación de especies.

¿Podemos esperar que se conserven las especies mediante la aplicación de criterios meramente afectivos o emocionales, en vez de racionales o científicos? En este punto, surgen otras interesantes preguntas: ¿dónde empieza el sesgo, en la política o en la propia actividad científica? ¿Las estrategias de conservación no responden a criterios científicos o es que la información científica se encuentra también sesgada hacia determinados grupos de especies? Más del 50 por ciento de los artículos científicos publicados se centran en aves y mamíferos, aunque estos grupos representen solo menos del 2 por ciento de las especies conocidas en España. Si bien es cierto que son más fáciles de estudiar y monitorizar que los invertebrados o los hongos, no podemos aspirar a conservar la biodiversidad si conocemos solo menos del 2 por ciento de la misma.


Tanto las decisiones políticas como la opinión pública acerca de la conservación vienen determinadas sobre todo por la información existente, bien porque se use conocimiento científicamente validado en la toma de decisiones, bien porque se divulgue dicha información a la sociedad. No podemos conservar lo que no se conoce y no podemos pretender que la sociedad solicite conservar lo que nadie le ha dado a conocer.

¿Podemos aspirar a detener las actuales tasas de erosión de la biodiversidad destinando elevados porcentajes de presupuesto público de conservación e investigación de menos del 2 por ciento de las especies conocidas? Nos encontramos en un bucle de realimentación positiva donde solo unas pocas especies de aves acuáticas, rapaces y mamíferos se consideran prioritarias a nivel político, científico y social. Sin embargo, no son precisamente estas especies carismáticas las responsables del mantenimiento de la mayoría de los procesos ecológicos de los cuales dependen de los servicios que la biodiversidad suministra a la sociedad humana. La polinización, la fertilización del suelo, el control de la erosión o la depuración del agua no dependen principalmente de los mamíferos ni de las aves, sino de microorganismos, plantas o invertebrados, grupos que despiertan escaso interés político, científico y social. Así pues, invertir la mayor parte de los recursos en en los grandes vertebrados no solo pone en riesgo la conservación de la biodiversidad, sino también el flujo de servicios de ecosistemas de los cuales depende el bienestar de la sociedad.


En este Decenio de la Diversidad Biológica deberíamos empezar por celebrar y reconocer la diversidad de vida existente en nuestros ecosistemas. Para ello, necesitamos que desde la ciencia y la divulgación se haga visible -tanto para los políticos como para los ciudadanos- el importante papel que desempeñan los grupos tradicionalmente olvidados e ignorados (microorganismos, plantas e invertebrados) en el funcionamiento de los ecosistemas y en el suministro de servicios ecosistémicos a la sociedad.

No hay comentarios:

Publicar un comentario